lunes, 26 de febrero de 2007

Una visión pobrista

Otro lector amigo, Rox Trongo, nos acerca un artículo de Alejandro Rozitchner publicado en la Revista Noticias.

El pobrismo no es un mecanismo de dominación, es una visión de la sociedad, una filosofía de vida, una versión del mundo. Como forma de dominación es muy imperfecta, ya que debe pagar un altísimo costo en la violencia que engendra y en la potencial revuelta justiciera que hace asomar en el horizonte. El pobrismo es una forma de vivir la vida y de pensar el país, una manera reducida de concebir al ser, la creencia absurda de que el destino se manifiesta como una serie infinita de carencias y que cualquier propuesta debe respetar el peso de ese límite. La carencia es promovida como si se tratara de una prueba de honradez, como si ser honrado fuera no aspirar a más porque todo querer nos compromete en los caminos del mal. Su moral es una moral de quedados que dicen estar siempre bajo una voluntad ajena, cuando por lo general antes de la existencia de esa voluntad enemiga lo que se evidencia es la falta de una voluntad propia.

El pobrismo es la política de la neurosis, de aspirar a poco, el plan de no pagar, no ya la deuda externa sino ninguno de los precios que una sociedad debe pagar para conquistar un buen nivel de vida generalizado. Ni pagar cada persona los precios de su crecimiento personal, se trate de su crecimiento afectivo, laboral, espiritual, de cualquier tipo. Pobrismo es no ver ni entender que pagar los altos precios que requiere la realización de una persona madura o de una sociedad madura es lo que permite elevar el nivel de vida, como si la finalidad fuera ante todo la de no modificar la existencia de una pobreza a la que se dice querer eliminar pero a la que se reivindica al mismo tiempo como cultura popular, como expresión de sabiduría y campo de valores superiores. Pobrismo es hacer de la comunidad carenciada una comunidad virtuosa, del hombre caído un personaje siempre más valioso y mejor que el hombre entero y capaz de algo. Pobrismo es confundir el hecho de que es necesario ayudar y asistir y educar y formar a quienes padecen de miseria con la creencia de que a ese estado se llega por haber sido bueno.

Pobrismo es rechazar el crecimiento por ver en la riqueza que este genera la huella del diablo, pobrismo es ser más sensible a las pérdidas que todo crecimiento siempre produce que a los beneficios de tales metamorfosis. Pobrismo es estar enamorados de los momentos débiles del desarrollo, preferir subrayar esos costos antes que hacer pie en los posibles resultados de las apuestas osadas y tal vez exitosas. Pobrismo es no aspirar a una vida plena sino a una mera supervivencia, lo que constituye una forma de involucionar. Pobrismo es no querer crecer, ver en el crecimiento una tentación indebida, tener un repertorio de ideas para afear el camino de quien quiere crecer, para arruinárselo, con la moral absurda de que si yo no puedo o no quiero tampoco debe poder o querer nadie. Pobrismo es mirar para atrás, pensar para atrás, querer para atrás, asegurarse la quietud con estratégicas morales de respeto y de temor. Pobrismo es creer que el temor es una reverencia frente a una instancia importante que debe respetarse, no captar la debilidad que ese temor entraña y no querer por lo tanto nunca superarlo.

Pobrismo es creer que la gente que tiene plata no puede querer el bien del país y por el contrario creer que lo que quiere y decide alguien en mala situación es siempre bueno y correcto. Pobrismo es creer que las malas ideas, las comprensiones limitadas de la situación, desde el momento en que se tornan masivas se vuelven también verdaderas e imprescindibles.

Pobrismo es, para un político, cortejar a la pobreza como a una novia, siendo incapaz de generar otra estrategia de poder que la de reinar en el vacío. Pobrismo es depresión de líder que no puede dejar de querer reinar pero no sabe bien para qué, y pobrismo es también suponer que a todo líder le pasa lo mismo, dar esa versión miserable de los hechos según la que todo en el fondo responde al mismo vacío. Pobrismo es halagar al sentido común, halagar al pueblo en sus aspectos más quedados y conservadores, pobrismo es conformar ese poder de un pueblo encaprichado con su facilismo, armar una ciudadanía con el lomo de sus prejuicios bien sobado, contenta de ser mediocre y tiránica a la hora de descalificar cualquier instancia que busque desafiarla, hacerla crecer, llevarla a confrontar con sus límites de comodidad y a desprenderse de su moral de pobreza justa, de pobreza racionalizada, de pobreza padecida pero de la cual siempre otro es responsable, de pobreza que se convierte en plan de lucha en contra de aquel que osó no ser pobre para castigar su osadía.

Pobrismo es preferir no hacer olas y quedarse en el confort y la retroalimentación que produce el grupo de frustrados, es no querer explorar las posibilidades disponibles, preferir el juego de rechazarlas a todas para hacer más fuerte el sentido colectivo de la frustración y centrarse en una lucha inverosímil e inventada, falsa, optar por culpar al rico, al menos pobre, al que busca, como si fuera responsable absoluto de la existencia de las dificultades que se padecen.

No digo que nuestra sociedad sea total y fatalmente pobrista, pero me parece productivo mirar a la cara estas tendencias poderosas en nuestra vida social, porque es el único modo de aspirar a desactivarlas. Hay entre nosotros también otras visiones, más capaces y más vitales. Sería bueno distinguir unas de otras y aprender a apoyar las tendencias más aptas para aprovechar lo que de positivo tiene nuestro momento actual. Argentina tiene necesidad de enormes dosis de buena conciencia, es decir, de modos de mirar la vida que la hagan superar las miserias mentales que engendran miserias materiales. Dejar de creer que nuestra pobreza proviene de enemigos feroces, modificar el vicio de crear y recrear nuestros vacíos meritorios.

sábado, 3 de febrero de 2007

LOBOS, CORDEROS Y SEMAFOROS

Un lector amigo (Poleo) nos hizo llegar un texto de Arturo Pérez Reverte, con la intención de compartirlo con todos ustedes.

S.U.

Pues sí, chico. Ya ves. Toda la vida diciéndote tus viejos y tus profesores que hay que tener buen rollito, que la violencia es mala y que el diálogo resuelve todo problema. Y tú, creyéndotelo. Y resulta que el otro día, cuando ibas de marcha con tu novia y tus amigos sin meterte con nadie, un grupo de macarras se bajó de las motos y os infló a hostias por la cara, oye, sólo por pasar el rato, y al que más le dieron fue a ti, justo cuando hacías con los dedos la uve de paz, colegas, pis, pis, decías en inglés, que suena más globalizado y dialogante. Peace, colegas. Pero los colegas, que no debían de puchar el guiri, se pasaron la uve por el forro, y te pusieron guapo. Y date con un canto en los dientes –los pocos que aún tienes sanos– de que encima no le picaran el billete a tu churri. Y sorprende, claro. Con tu buena educación y todo eso. La violencia es mala, etcétera. Y claro, sí. En principio, lo es. Pero también resulta útil para la defensa, o la supervivencia. Si tus abuelos no hubieran peleado por cazar y sobrevivir, no existirías hoy. O recuerda Sarajevo, hace nada. Y así. Sin la capacidad de luchar cuando no hubo más remedio, tu estirpe se habría extinguido como otras –más débiles o pacíficas– se extinguieron. Ahora vives en una democracia donde eso parece innecesario. Aquí, la renuncia del ciudadano a liar pajarracas individuales se fundamenta en que el Estado asume el monopolio de la violencia para emplearla con sensatez cuando las circunstancias lo hagan inevitable. Dicho de otro modo: la gente no anda armada y dándose estiba porque es el Estado quien, mediante las fuerzas armadas y la policía, administra la violencia exterior e interior con métodos respaldados por las leyes, el Parlamento, etcétera. Ésa es la razón de que, un suponer, cuando alguien esgrime un baldeo y te dice afloja la viruta y el peluco, tú no saques una chata y le vueles los huevos al malandro, sino que estés obligado a mirar alrededor, paciente, en espera de que un policía se haga cargo del asunto, proteja tu propiedad privada y conduzca al agresor a un lugar donde quede neutralizado como peligro social. Pero eso es en teoría. Tu problema, chaval, es que te han educado para ser el corderito de Norit antes de que los lobos desaparezcan. O lo que es peor, cuando ya sabemos que no van a desaparecer. Dicho de otra manera, olvidaron enseñarte a pelear por si fallaban los besitos en la boca, los policías, los jueces, las oenegés y los soldados sin fronteras. Por eso en ciertos ambientes y circunstancias lo tienes crudo: un toro capado y sin cuernos sólo sobrevive entre bueyes. En lo que llamamos Occidente, gracias a una espléndida tradición grecolatina, humanista e ilustrada, los derechos y las libertades alcanzan hoy cotas admirables, merced a la confianza de los ciudadanos en mecanismos democráticos garantizados por leyes convenientes y justas. Dicho en fácil: hemos convenido, por ejemplo, que ante un semáforo en rojo los coches se detengan, porque eso mejora el tráfico y la convivencia. El problema surge cuando un hijo de puta –condición propia, siento comunicártelo, de la naturaleza humana– pasa de semáforos y circula a su bola. Entonces, quienes se detienen con la luz roja están en inferioridad de condiciones, desvalidos ante quien aprovecha para colarse, llegar antes y hacerse el amo de la calle. Y ése es tu problema: la indefensión de quien respeta el semáforo cuando otros no lo hacen. Unos por falta de costumbre, pues vienen de donde no hay señales de tráfico, o no funcionan. Otros, los de aquí, porque se nos fueron de las manos y no somos capaces de darles educación vial ni de la otra. Y claro: a veces algunos de ellos ceden a la tentación de utilizar el semáforo contra quienes, prisioneros de él, lo respetan. Contando, naturalmente, con la pasividad cómplice de aquellos a quienes corresponde el control del asunto, que suelen permanecer paralizados por el miedo a que los llamen autoritarios y poco enrollados, hasta que de pronto se acojonan y sacan los tanques a la calle, o preparan el camino para que otros matarifes los saquen. Contradicción, ésta, característica del espejismo en que vivimos: un mundo socialmente correcto, donde todo ejercicio de autoridad o violencia legítima, por razonable que sea, queda desacreditado gracias a tanto cantamañanas que vive de la milonga y el cuento chino.

Arturo Pérez Reverte El Semanal 4 de diciembre de 2005